Tradicionalmente, se pensaba en las etapas de la vida (ciclos vitales) -infancia, adolescencia, juventud, adultez y vejez- como periodos con características específicas y predecibles basadas en la edad. Se esperaba que las personas se comportaran, pensaran y sintieran de cierta manera según su etapa de vida.
Sin embargo, en la actualidad, esos modelos teóricos antiguos ya no parecen ser completamente aplicables para explicar las complejidades de las experiencias de vida actuales. La individualidad de las personas está emergiendo, mostrando que hay variaciones significativas en cómo cada uno vive estas etapas.
El trabajo en la prevención en diversos ámbitos, como el educativo, el hospitalario y el judicial, entre otros, ha sido y sigue siendo un espacio clave para reflexionar y dialogar sobre estos temas. Además, el contexto actual, marcado por desafíos económicos, políticos y sociales, incluyendo altas tasas de desempleo y pobreza, ha impactado significativamente en áreas como la salud y la educación, presentando retos importantes que requieren de creatividad e innovación, especialmente en el desarrollo de herramientas conceptuales y prácticas para abordar los diversos problemas psicológicos que pueden surgir.
Ser adolescente va más allá de «un tiempo». Tiempo de construcción de la identidad sexual y de nuevas identificaciones; de separación de los padres y madres y de duelo por la pérdida de la seguridad de la infancia; tiempo de crisis (en el sentido de la constitución de un juicio) que atañe a una decisión; de ganancias aún por venir y de incertidumbre ante el “hacerse mayor de edad”. de adquirir más autonomía y al mismo tiempo más responsabilidad personal, familiar y social; de conexión y desconexión; de cuestionamiento de las creencias culturales y/o religiosas. Tiempo entonces de vulnerabilidad, de duelo («adolecere», raíz etimológica de adolescencia, remite a dolor), de desequilibrio y fragilidad, que puede inducir a respuestas en forma de trastornos de la conducta.
No estamos diciendo que la adolescencia sea una enfermedad, aunque muchas veces, casi sin querer, así es como se describe a los adolescentes en nuestra sociedad y en los medios de comunicación: como si fueran antisociales, carentes de valores, con comportamientos problemáticos, violentos o propensos a caer en adicciones. Por eso, preferimos hablar de «adolescencias» en plural, para reconocer que no hay una única manera en la que los jóvenes enfrentan los desafíos de la vida, incluyendo la transición hacia la adultez y todo lo que implica madurar. Cada adolescente reacciona de forma única a estas situaciones.
Este cambio de paradigma implica también un cambio en el perfil de los profesionales, quienes deben adaptarse de un modelo clínico y curativo a uno más preventivo, centrado en la salud y la prevención, considerando siempre el bienestar comunitario y social.