Trasmitelo

Hoy me llegado este cuentecillo y quiero compartirlo contigo amig@ caminante, simplemente lee, medita y … ¡actúa!


Tenemos tendencia a juzgar el éxito más por nuestro salario
o por el tamaño de nuestros coches
que por la calidad de nuestro servicio y la relación con la humanidad.
MARTIN LUTHER KING JR.


Me encontraba con mi mujer y nuestra hija de dos años en un lugar para acampar aislado y cubierto de nieve, en Rogue RÍver Valley, Oregón, con un vehículo en estado de coma. Habíamos salido a celebrar el fin de mis dos años como residente, pero mis recién adquiridos conocimientos en medicina no eran de gran utilidad para arreglar el vehículo que habíamos alquilado para el viaje.

Esto sucedió hace veinte años, pero lo recuerdo con la misma clan- dad que recuerdo el cielo sin nubes de Oregón. Acababa de despertarme y buscaba el interruptor de la luz, pero sólo me saludaba la oscuridad. Intenté poner en marcha el motor. No respondía. Cuando me bajé de la caravana, fue una suerte que mis blasfemias quedaran ahogadas por el rugido de los rápidos de la cascada.

Mi mujer y yo concluimos que éramos víctimas de una batería muerta y que mis piernas eran de más valor que mis conocimientos de mecánica automotriz. Decidí buscar a alguien que me acercara a la autopista principal, a varios kilómetros de distancia, mientras ella permanecía allí con la niña.

Dos horas y un tobillo lesionado después, llegué a la autopista y con. seguí que un camión se detuviera. Me dejó en la gasolinera más cercana y se fue. Mientras me aproximaba, recordé tristemente que era domingo por la mañana. Estaba cerrada. Pero había un teléfono público y un ajado directorio telefónico. Llamé a la única compañía de reparaciones del pueblo, situada a unos treinta kilómetros de distancia.

Bob respondió y escuchó mientras le explicaba la situación. «No hay problema – respondió cuando le indiqué dónde me encontraba -. Por lo general cierro los domingos, pero puedo estar allí en media hora.» Me sentí aliviado de saber que vendría, pero me preocupaban las repercusiones económicas de aquella oferta de ayuda.
Bob llegó en su brillante grúa roja y nos dirigimos al lugar donde habíamos acampado. Cuando me bajé de la grúa, vi asombrado que Bob se ayudaba a bajar con muletas y que llevaba aparatos ortopédicos en las piernas. ¡Era parapléjico!
Se dirigió a la caravana y de nuevo comencé la gimnasia mental de calcular el coste de aquella obra de caridad.
«Sí, es sólo la batería agotada. La cargaremos y podrán continuar el viaje.»

Bob resucitó la batería, y mientras se recargaba entretuvo a mi hija con unos trucos de magia. Incluso sacó una moneda de su oreja y se la regaló.

Cuando guardaba los cables en el camión, le pregunté cuánto le debía. «Oh, nada», replicó para mi sorpresa.
«Debo pagarle algo», insistí.
«No – repitió -. En Vietnam, alguien me ayudó a salir de una situación peor que ésta cuando perdí las piernas. La persona que lo hizo sólo
me dijo que lo transmitiera. Así que recuérdelo y cuando tenga la oportunidad, transmítalo.»
Pasaron rápidamente alrededor de veinte años. En mi atareado consultorio médico, donde a menudo formo a estudiantes de medicina, Cindy, una estudiante de segundo curso de una escuela de fuera del estado, había venido a pasar un mes conmigo para poder estar con su madre, que vive en esta región.

Acabábamos de ver a una paciente cuya vida estaba destrozada por el abuso del alcohol y las drogas. Cindy y yo estábamos en el mostrador de las enfermeras discutiendo las posibles opciones de tratamiento, cuando de repente vi que sus ojos se llenaban de lágrimas. «Se siente incómoda al hablar de estas cosas?», pregunté.
«No —sollozó Cindy-. Es que mi madre podía haber sido esta paciente. Tiene el mismo problema.»
Pasamos la hora de la comida encerrados en la sala de conferencias, discutiendo la trágica historia de la madre alcohólica de Cindy. En medio de las lágrimas y con gran pena, Cindy desnudó su alma mientras me relataba los anos de rabia, vergüenza y hostilidad que habían caracterizado su vida familiar.

Le ofrecí a Cindy la esperanza de que su madre recibiera tratamiento y acordamos que visitaría a un psicólogo. Después de un fuerte apoyo de los otros miembros de la familia, su madre consintió en el tratamiento.

Fue hospitalizada durante varias semanas y cuando salió era una persona renovada y diferente. La familia de Cindy había estado al borde de la desintegración; por primera vez Veían un rayo de esperanza. «Cómo puedo pagarle lo que ha hecho por nosotros?», me preguntó Cindy.
Me vino a la mente la caravana en estado comatoso, en aquel sitio para acampar en medio de la nieve, y el buen samaritano parapléjico.

Supe que la única respuesta que podía darle era: «Sólo transmítelo».

Rula, rula … ruliña

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